Nuestras palabras importan
Creo que es una práctica común en nuestros países poner sobrenombres a las personas, en especial durante la infancia: “Gordo”, “Flaco”, “Cachetes”, “Colocho”, «Canche” y otros mucho menos agraciados. Incluso como padres empezamos a ponerle otros apodos a nuestros hijos. En la Biblia sabemos que los hermanos de José, hijo de Jacobo, lo llamaban “el Soñador” para burlarse de él. No sabían que ese sobrenombre marcaría su vida y su llamado (Génesis 37:19).
Otro personaje de la Escrituras, uno de mis héroes de la fe favoritos, es Jabes porque su madre lo nombró así por el dolor que sufrió al darlo a luz (1 Crónicas 4:9). Sin embargo, Jabes pidió la bendición de Dios y que, además, lo librara de todo mal. Llegó a ser el más ilustre de sus hermanos porque el Señor se lo otorgó.
Mis padres atravesaron circunstancias difíciles: una madre que creció sin padres, sin estudios y siempre trabajando; un padre que, a pesar de tener padres y once hermanos, aprendió desde pequeño a subsistir y ganarse la vida desde la primaria. A mis hermanos y a mí nos enseñaron a esforzarnos para lograr nuestros sueños. Nos transmitieron una energía bien enfocada porque transformaron a sus generaciones. Es decir, ellos no pudieron terminar su educación primaria, pero lo hicieron en su adultez; nosotros hemos culminado los estudios universitarios hasta el nivel de maestría.
Lo primero que hicimos con mi esposa fue buscar nombres con significado positivo para nuestros dos hijos. No por superstición, sino por enfoque. Día a día alimentamos su nombre con adjetivos buenos que los ayuden a proyectarse y motivarse para ser mejores. El contexto de mis hijos y el de mis padres es muy diferente. Como matrimonio trabajamos y accionamos en sus vidas para que su objetivo, como el de Jabes, sea el de ensancharse y crecer más de lo que sus generaciones previas lo han hecho.
Los hijos son como flechas y como padres les damos dirección y fuerza (Salmos 127:4 NTV). No les digamos: “necio”, “haragán”, “tonto”, “Nunca entiendes lo que te digo”, “No sabes hacer nada”, “Yo era mejor a tu edad”, etc. Cambiemos la historia de nuestras generaciones usando el poder de la palabra y enfoquémosla para que salgan adelante. Aprendamos a decirles afirmaciones positivas: “Yo sé que es difícil, pero tienes la capacidad de lograrlo, “No te rindas”, “A mí también me costó, pero aquí estamos para apoyarte y ayudarte”. Los pequeños cambios en nuestro vocabulario como padres impulsarán a nuestros hijos a alcanzar la bendición.
Rony Álvarez
Matrimonios jóvenes